Marisol no era casi consciente de lo que acababa de hacer, se había cargado a la vecina con un cuchillo.
Se fue a casa a dormir y un par de horas más tarde ya estaba en la comisaría prestando declaración.
La Pene estaba en el hospital, casi desangrada, pero viva.
La Marisol era una niña granuda, tenía una paella completa en la cara, con mejillones incluidos, los sobacos le olían a cebollino recién cortado y el chichi a bacalao desalado.
La pobre niña se masturbaba siempre apretándose la pepitilla del chisme con los dedos mientras veía ducharse a su hermano o incluso alguna vez acariciando al gato, pensando que estaba acariciando los pelambres que rodeaban al tronco de su querido familiar.
La cuestión es que había acabado en un reformatorio de las afueras de la ciudad por su conducta delictiva, y ni siquiera quería saber por cuanto tiempo la tendrían allí.
En el centro de niñas delincuentes en el que pasaba sus días había un par de zorritas que se reían de ellas por sus carnes fofas y los granos y verrugas que moldeaban su rostro. Casi nadie la visitaba y ella se pasaba las horas en las que no tenía ninguna actividad apretándose la bolalcoño pensando en el asistense social que era un chico muy guapo, casi tanto como su hermano.
Ayer por la tarde, la Marisol recibió una visita, alguien la quería ver. Y ella se sorprendió tanto que no pudo dejar de prestar atención en la media hora que estuvo sentada frente a aquella extraña y oscura mujer.