Don Pollo

En una ocasion ví un pollo paseando por la Gran Vía madrileña.

Iba con paso decidido por entre la multitud, y lo más asombroso era que, a pesar de que llevaba bombín y caminaba bien erecto ayudado con un bastón, nadie lo miraba.

Decidí que como yo también estaba de paseo, mi curiosidad podía con la paella que me esperaba en casa, y debía seguirle para conocer el destino de dicho pollo.

Don Pollo revoloteaba cuando los semaforos se ponian en rojo para pasar corriendo de acera, a veces hasta tenía que ajustarse su bombín inglés que se le resbalaba por las plumas. No miraba más que al frente y yo diría que sabía hacia donde se dirijía.

El personaje pasó por delante de un asador de pollos y corrió despavorido tras ver a sus congéneres dando vueltas, pinchados por el culo.

Yo le seguía a pocos pasos, pero estaba seguro de que no me había visto ya que en ningún momento había vuelto la cabeza.

Don Pollo sacó una bolsa del bolsillo derecho de su pantalón y recogió unas migas de pan que había en el suelo, picoteó un par de ellas que habían quedado desperdigadas sobre las baldosas y siguió su camino, guardando las migas en su bolsillo.

Yo no perdía detalle. Pasamos la M30, la M40, y todas las carreteras que podía haber en Madrid, y llegamos al campo. Don Pollo no paraba de andar, a pesar de que su paso ya era cansado y el mio también. Hacía tiempo que Don pollo había notado mi presencia, pero ni siquiera se había girado a mirarme ni había apresurado su paso.

El campo estaba verde, últimos días de la primavera. Al día siguiente entraba el verano. Don Pollo se sentó en una piedra, extendió un pequeño mantelito que llevaba en el bolsillo izquierdo y puso dos platitos minúsculos, en los que colocó la mitad de migas recogidas en cada uno.

Me miró, como si esperara que me sentara a la improvisada mesa y me empezó a contar una historia. La historia de Don Pollo.