25 de enero de 2006

El precio de mi vida



Un traqueteo de pisadas de insectos recorría mi pierna. Dejaba paso a un dolor intenso, punzante, seco.


Mis ojos estaban clausurados, ofrecían demasiada resistencia. Los granos de sal, secos, impedían que los abriera. Un calor tenue invadía mi lado derecho de la cara.
Tenía ganas de incorporarme pero mi cuerpo no reaccionaba.

Me encontraba tumbado boca abajo. La arena y las piedras hacían de colchón en aquella playa. Logré estirar el brazo derecho, no sin dolor, al tiempo que despejaba mis ojos y se acoplaban paulatinamente a la luz de los rayos solares.

Mi nariz estaba taponada por ligera arenilla y a la vez que pude sentarme a la orilla del mar comprobé que mi mano izquierda estaba desgajada de su propia carne y la herida estaba cerrada hace tiempo. El tiempo que había pasado desde el naufragio hasta ahora.

La brisa del mar hacía daño en mis oídos. Tenía la boca con un grave sabor a sangre, debido sobre todo a un buen corte en la lengua. Mis ropas estaban deshilachadas y descoloridas. Los zapatos perdidos. No recordaba más allá de ese momento. Ni tan siquiera cómo había llegado hasta aquella isla.

A mi espalda, trás unos troncos rotos que venían desde lejos, se erigía un tremendo acantilado. Virgen. Insuperable. La playa, de arena oscura, dejaba adentrar las olas justo hasta la zona donde la arena estaba húmeda. Estaba bajando la marea.

A lo lejos, desde arriba, en lo más alto del acantilado, se oían unas voces.

Ayudado por lo que quedaba de mi mano miré a lo alto, intentando eliminar los rayos que querían quemar mis ojos.
Un grupo de indígenas clavaban sus miradas en mi. Ví que desaparecían.
Lo intuía. Estaban bajando.

El estómago me daba trompicones. intenté incorporarme algo más, buscando urgentemente un lugar donde esconderme.

Me arrastré como pude hasta detrás de aquel tronco semihueco. Estába húmedo, como yo. Me senté gastando todas mis fuerzas en el lado exterior, frente al mar.

Empecé a oir gritos cercanos. se estaban acercando.

Miré hacia la única zona abierta de la playa. Ví varias sombras correr, hacia mí. Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Lo que quedaba de él después de llegar desde tan lejos.

Toqué mi pantalón de forma desesperada. Las sombras estaban sobre mí, pero yo aún conservaba las monedas de oro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, que pena que termine tan pronto, tenia ganas de mas, quizas haya segundas partes.
No creo que el dinero merezca tanto la pena, aunque perder la vida a cambio de algo quizas si merezca la pena.
Muy buena la historia, como no.

Un besote cibernetico.

Anónimo dijo...

Hola!
Lo lei ayer por la noche, despues de ver a Eva Hache.
Debo decir que me gusto mucho la historia y me recordo cuando lei el señor de las moscas ;)
Que pena que por unos puñados de monedas de oro termine naufragando y a punto de morir.
El dinero no da la felicidad, o eso dicen. Hay que administrarse bien para que la de.
Me encantó pollo
Un besuco